jueves, 11 de febrero de 2010

Por los viejos tiempos

Cuando Jordi vuelve del trabajo, deja las bolsas de la compra con la cena en la cocina, se quita la americana y la cuelga en el respaldo de una silla. Como la casa huele a cerrado – se pasan el día fuera – y están en primavera, corre las cortinas y abre las ventanas. Fuera la temperatura es agradable. Sentir la corriente de aire lo relaja; le gusta oír los pasos de la gente por la calle mientras se viste de andar por casa. Se siente con ganas de escribir un rato, le relaja hacerlo, pero en el momento en que se quita los zapatos suena el teléfono, y pensándoselo dos veces, dando saltos con una zapatilla todavía sin calzar, lo descuelga.
«Hola soy Ele, ¿está Jordi por favor?» Hacía quince años que no sabía de él y ahora, inesperadamente, le pregunta si le gustaría ir a comer a modo de reencuentro. «Querría volver a contactar con todo el mundo – dice –. Vamos, con el viejo grupo: Esteve, Pere, Anna y Ester principalmente».
¿Qué puede responder? Duda. ¿La verdad? Quizá. Porque no quiere volver al pasado, reencontrarse con ellos, ni saber de Eleuterio ni de la vida de los demás. Él ya no es quien era. Pero no tiene valor de hacerlo. Sería feo, y Eleuterio, si mal no recuerda, es un buen tipo. La última vez que se vieron fue en la graduación. ¡Cómo pasa el tiempo! Qué aburrimiento fue aguantar la ceremonia, hacer el papelón delante de todo el mundo.
Eleuterio le propone quedar la semana siguiente. «En un lugar céntrico donde sea fácil aparcar». Le va bien porque estará de vacaciones. Se desplazará a propósito del reencuentro, porque ahora vive en Sant Cugat, fuera de Barcelona.
Después de darle vueltas al asunto, le sugiere un restaurante, en Provença con Passeig de Gràcia. «He estado un par de veces y se come bien – dice Eleuterio –. Con la comida te dan un bono para el parking». Jordi asiente con un: «bueno». Eleuterio hará la reserva para la próxima semana y se lo confirmará al día siguiente.
A los once minutos Jordi cuelga el teléfono inalámbrico poniéndolo de vuelta en el cargador.

Un poco más tarde se lo cuenta a Nuria cuando vuelve a casa, cansada después del gimnasio.
– ¿Qué tal el día en el trabajo? – pregunta él mientras la sigue hacia la cocina.
– Aburrido, como siempre. Esta bolsa pesa como un muerto – dice ella con cara de asqueo.
– A ver; déjame a mi – dice Jordi cogiéndole el asa que le cuelga del hombro.
– Es la toalla mojada lo que pesa tanto.
– ¡No te podrás creer quién me ha llamado!
– ¿Quién? – contesta ella.
– Eleuterio, un compañero de la universidad. Majo pero un poco pesado… ¿No sé si te hablé de él alguna vez? Quizá lo hice cuando empezamos a salir. Pero ya ni te acordarás...
– ¿Y qué quería? – pregunta Nuria abriendo la nevera y sacando una botella de agua.
– Quedar para comer; por los viejos tiempos.
– Bien, ¿no? ¿Y cuando quedaréis? Oye, por cierto, ¿cómo supo nuestro número? – pregunta ella mientras se dirige hacia el armario para coger un vaso.
– La semana que viene. Ya sé: hice mal, lo puse en MySpace.
– Los periódicos van llenos de ello: dicen que no es seguro poner datos personales en las redes sociales. Bueno, perfecto pues, claro que sí: quedad – dice bebiendo agua a pequeños tragos, porque está fría.
– Ganas, ganas, lo que se dice ganas de revivir el pasado, no te creas que tengo tantas.
– ¡Cómo eres hombre! Siempre es bueno mantener el contacto gente que conociste. ¿Quién sabe?
– Eso digo yo: quien sabe.


El siguiente lunes, cinco minutos antes de las dos – la hora en que quedaron – Jordi llega al restaurante. Dirigiéndose al único hombre con traje negro, pregunta por una reserva a nombre de Eleuterio. «¿El señor Ferrer?» contesta el maître.
– Sí – responde él.
– Llamó diciendo que se retrasaría un poco. ¿Entre tanto, desea usted tomar algo en el bar?
– No gracias, prefiero esperarme en la mesa.
Lo acompaña y cuando pasan por delante de la barra, aprovecha para coger l’Avui, arrugado y con algunas manchas de aceite. Lee la sección de deportes para matar el tiempo. Pasan veinte minutos de las dos cuando reconoce a Eleuterio a través de los cristales. Resoplando y a paso ligero, se dirige hacia la entrada. Cómo ha cambiado. Está mucho más gordo y el pelo le clarea, piensa. Al verlo en el vestíbulo, desde el otro lado del comedor, le hace un gesto con la mano.
– ¡Cuánto tiempo! – dice Eleuterio.
– Quince años – contesta Jordi.
– Me alegro mucho de verte. ¿cómo estás?
– Muy bien. ¿Y tú?
– Siento el retraso. ¿Te lo dijeron? Entrar en la ciudad es un martirio.
– ¿Encontraste atasco? – pregunta Jordi.
– Cada día hay caravana.
– Imagino qué engorro.
– Barcelona ya no es lo que era.
– ¿Tú crees?
– Por eso vivimos en Sant Cugat. Cuando estudiábamos, hace veinte años, las cosas eran muy distintas. – dice Eleuterio.
– Yo siempre he vivido en Barcelona. Quizá por eso lo noto menos. – dice él.
– Tienes suerte. De todas formas, Barcelona ha empeorado tanto…Yo, ahora, no cambiaría Sant Cugat por nada. El golf, el tenis, los amigos… Si no fuera porque aquí tengo el trabajo, de Barcelona no querría ni oír hablar.
– Y el trabajo ¿qué tal? – pregunta Jordi para cambiar de tema.
– Muy bien. Entré de prácticas en una empresa justo cuando acabamos, y allí sigo. Pagan bien y me han ido promocionando. Por eso no he cambiado. De todas formas, estoy planteándome crear mi propia empresa, montármelo a mi aire.
– Caray, muy bien. – dice Jordi en tono complaciente.
– Hablé con Marc. ¿Te acuerdas de él? Tenía un año más pero compartimos algunas asignaturas. Tiene su propia empresa. Le va estupendamente.
– Ah sí, ¿qué tal está? – pregunta Jordi sin acordarse bien de quien es Marc.
– Vive en Valldoreix, se fue de Barcelona. Gana mucho dinero.
– Sí, siempre fue muy listo – dice por decir.
– Pero el dinero le viene de familia. Su padre se lo dejó para empezar.
– ¡Ah! – exclama sin querer, acordándose de quien es Marc –. Recuerdo que era muy humilde.
– Todavía va con el mismo coche – dice Eleuterio –. Debe tener más de veinte años.
– Señal de que le importa poco… – responde Jordi.
– Sí, es un tipo muy sencillo. De todas formas, la verdad sea dicha, con la pasta que tiene, ya podría cambiárselo. Bueno, ¿y a ti, cómo te va? – pregunta Eleuterio.
– Voy tirando. Entre unas cosas y las otras me defiendo. – dice Jordi.
– Ya veo. Te tendrías que venir a vivir a Sant Cugat y olvidarte del estrés de la ciudad. Es una maravilla, créeme.
– No lo dudo, pero a mi me gusta Barcelona.
– A mi también me gustaba hasta que me mudé. – dice Eleuterio. – Cuando estudiábamos era otra cosa. Salíamos de noche, nos emborrachábamos, siempre andábamos detrás de una u otra… Nosotros marcábamos el ritmo de la ciudad. Pero ahora estamos en la madurez. De aquí a otros veinte ya estaremos en edad de dar de comer a las palomas.

Cuando el camarero se acerca a preguntar si les han tomado nota se interrumpe la conversación. Una vez han pedido Eleuterio la retoma. Jordi está incómodo y se le nota. Le parece estar rindiéndose a una especie de tercer grado.

– Y la familia. ¿Tienes hijos?
– No, somos sólo Nuria y yo.
– Pero, ¿los queréis tener en un futuro? Nosotros ya somos tres. – insiste Eleuterio.
– No, la verdad es que no.
– ¿Cómo es?
– No puedo. Aunque sea duro de admitir: soy impotente – dice improvisando lo primero que le viene a la cabeza para evitar que su vida vaya de boca en boca. Cree que recurriendo a la compasión será la manera más sencilla de echar tierra sobre el asunto.
– Que mal me sabe. ¿Y no habéis pensado en adoptar?
– En estos momentos estamos intentando hacernos a la idea de lo que me pasa.
– Bueno, la adopción siempre estará ahí, ¿no?
– No queremos adoptar. Es posible que Nuria quiera un pene de alquiler. Dice que no le bastaría con la inseminación artificial.
– Ah… entiendo. – dice Eleuterio sin comprender.
Al ver que Eleuterio no sale de su asombro, se siente complacido. Comprende que la mejor manera para deshacerse de él, más que la pena, será el desconcierto. Hacerlo sentir incómodo abreviará la comida. Hará que desee marcharse lo antes posible.
– Ahora lo veo con reticencia pero supongo que acabaré acostumbrándome.
– Ya veo. – miente sin poder disimular su espanto.
– Te explico. Es algo muy común que en los países anglosajones se está extendiendo cada vez más. Es tan simple como contratar a alguien para que se acueste con tu esposa. ¿Qué dices?, me dirás. Un momento, no tan rápido, no nos precipitemos: tú tienes todo el derecho a mirar durante el coito. Es más, lo recomiendan. Y me dirás: ¡Qué inmoralidad! No lo es. Fíjate; el razonamiento es el siguiente: el que devendrá hijo tuyo debe ser concebido en un momento de pasión, y no en una probeta o un laboratorio. Dicen los expertos que sólo así el hemisferio emocional derecho del cerebro del recién nacido se equiparará con el hemisferio racional izquierdo. ¿Y los efectos secundarios? me preguntarás. ¿Cuáles? ¿Querrías a un hijo desequilibrado? ¿con menos capacidades acaso? Supongo que no permitirías que tu niño tenga menos oportunidades porque fuiste un egoísta al no querer que un pene alquilado se follase a tu mujer. Te arrepentirías siempre. Y fíjate: digo follar y no amar. No es lo mismo.
Cuando acaba de explicarse, terminan el segundo plato. Eleuterio, al contrario de lo que Jordi esperaba, lo escucha más interesado que molesto.
– La verdad, tal como lo cuentas tiene su lógica. – dice arqueando las cejas. – Tengo un amigo al que le sucede lo mismo exactamente. Está desesperado. Tendrías que quedar con él. Te lo podría presentar si no tienes ningún inconveniente.
– Como veas, no sé… – dice Jordi intentando disimular el rubor.


Durante la última media hora del almuerzo hablan de los días de la facultad. Eleuterio sublima el pasado y a las chicas con las que estudiaron. Le confiesa que le gustaría saber de Ester en particular. Pero que no se atreve a contactar con ella por culpa de su mujer. «Seguro que Ana no lo entendería».
Cuando el camarero les trae la cuenta, pagan a medias y Jordi deja unas monedas de propina. Se despiden diciéndose que se llamarán, prometiéndose volverse a ver. Encajan las manos y se abrazan con un gesto teatral. Al salir del restaurante se va cada uno por su lado. Jordi anda unos cuantos metros cuando escucha un grito que lo llama. Se da la vuelta y ve a Eleuterio que vuelve sobre sus pasos con una tarjeta de visita en la mano. «Me olvidaba. Éste es el amigo del que te hablé. Lo llamo y podemos quedar con él si te apetece.»


Barcelona, septiembre del 2009

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