miércoles, 27 de enero de 2010

Navidad desde la ventana

El frío arrecia y las ventanas están llenas de escarcha. Estirado desde donde está, puede distinguir tres hileras de casas con los techos cubiertos de nieve. En el trozo de calle que sus ojos alcanzan a ver, el viento sacude violentamente las ramas de los árboles, haciendo que las pocas hojas que todavía conservan, caigan encima de los coches aparcados. Las luces que adornan el bulevar bailan en la oscuridad.

Están a día veinticuatro de diciembre y sabe que la Navidad aguarda. Le ilusiona saber que esta misma noche, mientras duerma, el árbol del rincón se llenará de paquetes misteriosamente. Mañana será un día apasionante; fuera de lo normal porque se hacen excepciones: le permiten quedarse despierto hasta más tarde, la comida es fenomenal y todos los que le rodean parecen estar de mejor humor.
Mientras cambia los canales del televisor, piensa en las palabras de su abuela antes de marcharse: «A pesar de todos los pesares, debes estar agradecido». Las ha escuchado tantas veces… Con villancicos de fondo y el mando entre las piernas, el sueño vence al cansancio de tanta emoción.

Cuando por la mañana abre los ojos, la mezcla de nervios y anhelo se apoderan de su estómago. Desperezándose, se incorpora subiendo la cabecera de la cama y, estirando el brazo todo lo que puede para coger el timbre, aprieta el botón rojo que avisa a la enfermera. «Cuando llegue, – piensa – le pediré que me acerque los regalos; la tengo que persuadir para que me los deje empezar a abrir. Probablemente mis padres ya estén de camino al hospital».


Barcelona, diciembre del 2009

Una historia

Aquel día, cuando nos despedimos de Romina, la gente ya dormía. Hacía horas que había acostado a los niños y en las casas vecinas no se oía ningún ruido. Al salir a la calle desértica y mal iluminada, la conversación resonaba en el hormigón de las paredes. Charlando nos abrimos paso entre las moles de viviendas que nos rodeaban y al llegar a casa, no pudimos dejar el tema. «No me lo puedo creer: – decía mi mujer – ¿cómo Joan y Conxa pueden estar metidos en algo tan estremecedor?».

Horas antes, reunidos en el salón de nuestra amiga, les pinchábamos para que nos contasen su última aventura. Por su cara de sorpresa interpreté que a Joan no le hacía ninguna gracia recordar lo sucedido. Anna, quien a través de Conxa – novia de Joan –se había enterado de la historia – sin detalles ni final – antes del almuerzo, la había rumoreado entre los allí presentes. Más tarde averiguamos que Joan tenía sus razones para no querer hablar: los acontecimientos estaban todavía en fase de gestación sin ser parte del pasado. Aparentemente eran desagradables, y él hubiese preferido olvidarlo todo antes que revelar lo que sucedido, y sin ver la posibilidad de poderse escapar, con una mueca de desinterés, hizo un gesto con la mano quitándole importancia y dijo: «Si no es para tanto: ¿de verdad queréis saber lo que pasó?».
– ¡Sí, venga, cuéntaselo tú! – dijo Conxa –. Así sabremos lo que piensan.
– Pero yo no sé exactamente cómo fue. ¡Tú estabas en primera fila!
– Pero tú lo explicarás mejor – dijo con algo de sarcasmo.
– ¿Mejor, qué quieres decir? – preguntó frunciendo el ceño.
Pere Xivixell, cuñado de Joan, impaciente, le instó a que empezaran cuanto antes. Daba igual quien de los dos. «¡Venga va, tenemos ganas de saber qué sucedió!».
Yo, apoltronado en el sofá, iba dándole vueltas al asunto, y pensando en la última conversación con Joan, quise asignar a la historia un tiempo y un lugar diciendo: «Lo ocurrido os pasó en Londres; ¿no es así?»
– Así es – dijo Joan.
– No se qué se nos perdió – dijo Conxa con asqueo.
– Ni yo – contestó Joan.
– ¡Caray; se está haciendo tarde! – dije para increparles a empezar.
Eran más de las ocho en el reloj de pesos de la sala. Habíamos pasado la sobremesa jugando a cartas y, sin que a ninguno de nosotros pareciera importarle, se alargó. Ahora, comiendo turrones y barquillos sobreros de Navidad, matábamos el hambre de cena que nos azuzaba. Y cuando Joan estaba a punto de arrancar, para no perdernos detalle, de forma automática, dejamos las cartas boca abajo, para luego. Pero con cara de abstraído, miraba a todos lados sin decidirse a comenzar. Entonces Anna, apuntando con el dedo a su hermana Conxa, rompió el silencio y dijo: «¿Por qué no nos lo cuentas tú, ya que estabas en primera fila?»
– Importa más cómo se cuenta que lo que se cuenta – dijo Conxa mirando de reojo a Joan.
– Pero hay que ceñirse a los hechos – protestó Joan incorporándose –. Tú pudiste ver lo acontecido mil veces mejor desde tu posición: tiene mucho más sentido que lo cuentes tú.
– Bien, de acuerdo: lo contaré yo – resolvió airada.
– ¡Por el amor de Dios! – protestó Pere con inquietud –. ¿De qué vais?, ¡contadlo ya!
– ¡Exacto, venga va! – dije con un par de palmadas para meter baza.
– Mirad: sólo os digo que aquí estamos de milagro – dijo Joan.
– ¿De milagro? ¡Caray!, si que fue grave la cosa… – dije sorprendido.
– Sí: tuvimos mucha suerte de poder volver – dijo Conxa.
– Cancelamos las dos últimas noches de hotel – dijo Joan subrallando la gravedad.
– Vaya historia – dije yo.
Entonces Conxa, viendo el entusiasmo pasajero de su novio, metió cizaña para provocarle y que se soltase a hablar. «Fue él quien sacó todas las conclusiones…»
– Eso no es verdad – replicó Joan.
– ¿Cómo que no?; ¿quién sino explicó a la policía, con pelos y señales, lo que nos pareció ver?
– Bueno, tú lo vistes, ¿no? – dije a Joan.
– ¿Policía?; ¿hay policía de por medio? – dijo Anna entusiasmándose.
– Sí: y si te digo la verdad, desde el principio fueron un desastre.
– ¡Pero os olvidáis de contarnos el porqué! – dijo Pere alterándose cada vez más.
– Muchas cosas las deduje yo – dijo Joan –. Eran de sentido común. Se les veía parados, sin ganas de pensar.
– Y todavía no sabemos si han sacado alguna conclusión… – contestó Conxa.
– Pero escuchamos que habían detenido a alguien, ¿no es así? – dijo Joan.
– No estoy segura, pero en eso están.

Nada tenía sentido para los demás. La incertidumbre era explícita y Pere cada vez se agobiaba más. «Esto es absurdo», repetía sin parar. Así fue hasta que Conxa, haciendo una pausa, dijo suspirando: «Los pobres no entienden nada; los estamos matando de curiosidad; lo voy a contar yo».
– ¡Gracias a Dios, ya era hora! – dijo Pere.
– ¿Ahora lo quieres contar tú? – preguntó Joan con sorna.
– Sí porque tú no arrancas ni a la de tres.
– Vale, pues empieza.
Y al final, Conxa, con calma, empezó a narrar: «Resulta que al lado del hotel teníamos el speakers’ corner y el segundo día, después del almuerzo, nos acercamos a escuchar. Había un tipo de barba blanca y túnica hasta los pies que no paraba de largar cuando –»
Y justo acababa de empezar cuando interrumpiendo su tercera frase sonó el timbre de la puerta. Eran dos hombres vestidos con traje oscuro y gabardina. Dijeron ser inspectores de policía, y mostrando dos relucientes placas en sus carteras, sin dar más explicaciones, comunicaron a Romina que venían en busca de Conxa y Joan. «Sólo queremos hacerles unas preguntas rutinarias», dijo el agente con bigote y más mayor. «Pero será mejor que nos acompañen a comisaría», continuó el más alto.
– ¿Por qué, qué pasa? – dijo Anna angustiada.
– Tranquila, cálmate, no pasa nada – dijo Joan.
– Se trata de una investigación policial – dijo el más alto.
– Es confidencial – remarcó el otro.
– No podemos darle explicaciones – concluyó el primero.
Y dando media vuelta se despidieron diciendo que esperarían fuera, dentro del coche, porque hacía frío.

Más tarde, en casa, como ya expliqué, no podíamos creer lo sucedido. Y todavía seguimos sin creerlo. «Es impensable que Conxa o Joan puedan haber hecho ningún mal», nos decimos resignados cada vez que sale el tema. Y mientras, esperamos con ganas a que salgan de la cárcel.



Barcelona, enero del 2010

domingo, 24 de enero de 2010

La futura nostalgia

Per l’Eduard, el Quixot de Hornsey

Para que podáis entender el sobresalto que tuve esta mañana os contaré lo ocurrido hará cosa de un año. Como ya dije, de lo sucedido hará unos doce meses, y los hechos conciernen al amigo del que ahora os hablaré. Él se ganaba la vida pintando casas aunque siempre pintó cuadros. Decía que era algo que necesitaba tanto como respirar. Nos conocíamos de Palafrugell, donde de jóvenes pasamos años yendo a pescar juntos las tardes de verano. Años después decidimos – por separado – irnos a vivir a Londres, una ciudad que a ambos nos atraía y en la que sucedió lo que voy a explicar.

Por aquel entonces solía quedar con él de vez en cuando, y digo solía porque desde lo sucedido le perdí la pista hasta hoy. Normalmente nos encontrábamos en algún bar del centro, dónde el tiempo que pasábamos charlando y quitándonos la sed, representaba un oasis en nuestra rutina habitual. La conversación, distinta a la de casa o nuestra ocupación diaria, nos amenizaba a la salida del trabajo. Nuestra base de operaciones era el Soho ya que se encontraba a mitad de camino entre los dos – la ciudad es inmensa –, y dada la cantidad de locales para escoger, nos sentíamos con más poder de decisión.
El último día que nos vimos fue un miércoles de enero: recuerdo que llovía y hacía un frío espantoso – característico de la ciudad en esa época del año –, y me senté en la barra del Ronnie Scott’s a esperar, inquieto por que apareciese de un momento a otro. El día anterior, al recibir su llamada, había notado algo extraño en su voz que no supe descifrar, pero al escucharle me olvidé pensando en el tiempo que hacía desde la última vez que nos habíamos visto. «El tiempo pasa volando en esta gran ciudad», dijo haciéndome palparlo como un pescado entre las manos. Esperando, al día siguiente, recuerdo que el transcurrir de las cosas parecía inconexo; como cubierto de una pátina de lentitud, igual que en las películas: el protagonista anda por una calle desértica y cuando descubre que está siendo seguido, se para en seco, y en la distancia, segundos después, también escucha detenerse los pasos de su seguidor. Pensé que podía ser la dinámica invertida: aquel día era yo quien se esperaba y normalmente era al revés, y no paraba de decirme que de haber habido un cambio de planes me lo hubiese hecho saber.

La atmósfera del local, hecha de un aire denso que se mezclaba con el fresco de la calle cada vez que alguien abría la puerta, me sumía en un ir y venir de escalofríos. La belleza de la pianista magnetizaba al personal y mientras relajaba el ambiente interpretando una versión lenta de Summertime, bebía de una copa en una mesa al lado del piano. Yo, y todos los de la sala, la mirábamos embelesados. No sabría descifrar qué era, pero su poder cautivador hacia mella en las retinas de los asistentes.
Al los de diez minutos volví a mirar el reloj y le divisé cruzando la calle a través de la ventana vestido con el peto de pintor. Venía directo de la obra y llegaba polvoriento, portando una pequeña bolsa de lona colgada del hombro. Al entrar nos saludamos y le pregunte qué quería tomar. «¿Quieres probarla? – dije señalando mi pinta de cerveza –, Belga: ya verás qué suave es».
– Siento llegar tarde, – dijo mientras se quitaba la chaqueta – hoy me mandaron a trabajar a la otra punta de la ciudad.
– No te preocupes, acabo de llegar – dije indicándole la pianista con la mirada.
– ¡Ya ves!, ¿cómo está el patio, no? – dijo al verla y darse cuenta de la música en directo.
– Sí, me gusta el ambiente de este bar – dije rotando un poco encima del taburete.
– Estoy hasta el gorro de pintar casas con este frío ¡Mmm... es buena! – dijo probando mi cerveza para asegurarse antes de pedir –. Cada semana cambian de personal en la obra. Hacer de pintor de brocha gorda entre principiantes es un asco; me tengo que espabilar a cambiar las paredes por los cuadros. ¿Qué galería me querrá comprar telas al paso que voy? No trabajo nunca y cuando lo hago sale mal.
Hablaba afectando la voz y miraba a nuestro alrededor con una actitud que me pareció un tanto sospechosa. Y cuando intenté seguir con la conversación vi que hacía un gesto con la mano diciéndome que me acercase un poco más a él. Entonces, en voz baja y agachando la cabeza, murmuró que tenía algo que contarme. «Es importante – dijo tragando saliva –, de ahí que anoche tuviese prisa para vernos lo antes posible. De hecho, más que importante, es trascendental».
– Bueno, ¿y de qué se trata pues? – dije arqueado las cejas para exagerar el interés.
– No es fácil de contar; piensa que sólo se lo dije a mi jefe por necesidad. A mi mujer no se lo he querido ni explicar: no me creería. Pero bueno; dejemos esto a un lado… – dijo frotándose las manos y levantando el dedo para pedir.
– Entiendo; me hago cargo. Prometo guardarte el secreto – contesté siguiéndole el juego.
Una camarera joven de piel blanca y escote pronunciado nos preguntó si queríamos pagar entonces o dejar la tarjeta tras el bar. Pidiendo lo mismo que yo dio otro trago a mi cerveza y sacándose un billete de la cartera dijo: «Here you go, darling», y carraspeando un poco continuó con la conversación.
– Bien, pues allá va: ¿has leído la prensa últimamente?.
– Voy más o menos al día, ¿por qué?
– Entonces seguro que estás enterado.
En voz baja y girando la cabeza a cada poco para asegurarse de que nadie nos observaba empezó:
– El domingo por la tarde de hace un par de semanas estábamos en casa. Aburrido, se me ocurrió organizar las fotos del ordenador. Tengo tantas… de hace un par de años acá nunca veo el momento de sentarme y ordenarlas; siempre encuentro algo mejor que hacer. Bien, pues ese domingo decidí hacerlo de una vez por todas y, cómo no, empecé por donde no debía: la carpeta de mi última exposición. Estuve viendo fotos de la inauguración, en algunas sales tú, ¿te acuerdas? – dijo asumiendo que las había visto, y sin esperar respuesta siguió –. Me trajeron recuerdos de todo tipo: la gente, la galerista, los cuadros… No sé por qué, pero me dio por imprimirlas y luego las dejé en mi mesa de dibujo. Al día siguiente, al volver del trabajo, me senté a pintar un rato y las encontré allí encima. Me revolvieron el estómago: el ventanal de la entrada estaba mal iluminado y la tela que escogí para ir allí se veía oscura. Le falta de luz atenuó el contraste de colores y todo impacto visual. ¿Cuántas veces se lo diría a la galerista…?, ‘sin no pones más luz quedará desmerecida’. Pero ella ni caso; me dejé la piel para llegar a la apertura y el carácter de la obra fue tratado con desdén.
La irritación de verlas me condujo a recortar las fotos y hacer una serie de la galería en llamas – un collage en el que la sala se quema por todas partes destrozando el edificio por completo. Usé distintos tejidos, diversos líquidos y pinturas de todo tipo para conseguir el resultado más efectista posible. Al ver que el impacto funcionaba me sentí redimido y me olvidé de ello al acabar».
– Bueno; si tuvo efectos paliativos… – dije yo sin ver a que podía conducir su explicación.
– Sí; me sentí aliviado de ver, aunque fuera en mi propia creación, lo que soñaba desde hacía tiempo – dijo dejando un ‘pero’ en el aire.
– ¿Y entonces cuál es el secreto? – digo yo con impaciencia.
– Veo que no has visto la noticia en los periódicos… – dijo volviendo a recorrer con la mirada el establecimiento –. La cuestión no es que me sintiera bien al acabar la obra – en eso no hay ningún misterio –, sino cómo lo hice para sentirme así. Me explico: creo que las herramientas que utilicé son tan importantes como el resultado que obtuve con ellas.
– No te sigo, la verdad – dije con escepticismo mientras de fondo sonaba La chica de Ipanema.
– Dos días más tarde, yendo al trabajo, decidí pasar por la calle de la galería. ¿Adivinas que vi? ¡Exacto! – dijo al verme asentir con la cabeza, aunque el gesto fuese de cortesía –, todavía salía humo de las ventanas: esa misma noche había ardido como imaginé en mis telas.
– Hombre, entiendo que es una gran coincidencia pero... nunca me atrevería a decir que lo ocurrido tiene su origen en su obra. Por cierto, qué desgracia – dije al procesar la trascendencia del asunto.
– Yo también me resistí a creerlo pero tuve dudas, y después de mucho experimentar durante esa semana me convencí de lo contrario – dijo bajando la voz con los ojos saliéndole de las órbitas –. La clave era cómo sucedió, encontrar el método e intentarlo repetir. Y lo encontré: ahora lo traigo aquí conmigo en esta bolsa. Se trata de un pincel que compré hace años en Barcelona, en una tienda que desapareció poco después. Me di cuenta de que a base de ir probando y mezclarlo con según qué pinturas – trial and error, que dicen los ingleses –, todo lo que dibujaba ocurría días después.
– ¿Me tomas el pelo, o qué? – dije con cara de descreído –. Mira que hoy no tengo muy buen día…
– Te hablo totalmente en serio – dijo poniéndose la mano en el pecho, y con cara de querer darme más explicaciones cogió unos cuantos cacahuetes de un cuenco de la barra y continuó:
– Durante esa semana pinté sin parar, hasta me pasó por alto ir al trabajo, y después de dos días de faltar a la obra, pedí tres más de fiesta. El patrón fue muy amable por teléfono, diciéndome que me tomase un cuarto si quería – nunca le había fallado antes, ¿entiendes? ‘Se trata de una cuestión providencial – le dije –, debo cerciorarme de que detrás de mis pinturas no hay más que una simple coincidencia de factores arbitrarios’». Me agradeció la llamada entendiendo que en casos de urgencia no se puede andar uno con remilgos.
– ¡Caray, si que te cogió fuerte! – dije dando un trago de cerveza – , ¿quieres decir que valía la pena jugársela por algo que es pura coincidencia?
– ¡Escúchame! – dijo implorándome paciencia –, el mismo día, queriendo aclarar un misterio de tal envergadura, me enfrasqué en unas acuarelas. Las llamé ‘The banker’ y utilicé el mismo pincel representando el ‘Gerkin’ hundiéndose bajo las aguas del Támesis. Para acentuar el tono dantesco del siniestro diluí mucho las pinturas.
– Me gusta todo lo que pintas pero, ¿no ves que es imposible? – dije con ironía al recordar la noticia en el periódico –. Quizá haya una alineación divina de los astros en mercurio que haga coincidir –
– ¿Pero no te das cuenta de la magnitud de la tragedia? – me interrumpió haciendo caso omiso de mi humor –, ¡este pincel tiene efectos diabólicos! Todo lo que pinto con él es un pronóstico; si me permites echar mano del tópico, es la crónica de una muerte anunciada.
Y dándole vueltas al asunto pedí otra cerveza empezando a dudar de mis propias concusiones. Entonces se me ocurrió algo que quizá ayudara a suavizar las cosas:
– De acuerdo – dije ganando compostura –, digamos que tienes razón y que hay una relación directa entre tus pinturas y las desgracias del diario. La solución es que pintes cuadros de temática optimista y veremos qué sucede.
– ¡Oh, no puedo! – se apresuró a decir –. Mi alma no anda por esos derroteros. Para crear uno ha de sentirlo, sino es pura falacia, no hay sustancia tangible que se pueda materializar. Ahora mi obra no puede reflejar más que aflicción – afirmó con los ojos fijados en la pianista.
– ¿Deberíamos, pues, pensar una manera de sacar provecho de ello, no?
– Ahora entiendes – dijo satisfecho –, ¿pero cómo?
Ese día me despedí de él sin entender qué podía haber detrás de aquel misterio. Al principio reconozco que me mostré escéptico pero más tarde el tinglado me aturdió. Como ya expliqué, desde ese día no nos hemos visto más, y no fue por mi falta de interés, porque durante los meses siguientes intenté localizarle en más de una ocasión. Y como suele ocurrir en estos casos, el tiempo fue pasando, y con la distancia la conversación se fue desvaneciendo en mi memoria, quedando en calidad de anécdota y poco más.

Todo hasta esta mañana, cuando de camino al trabajo, tomando un café en un bar, me enteré de la noticia. La primicia salió en el telediario matinal y el titular era: ‘Graves incendios en las instalaciones nucleares de Rusia, Estados Unidos e Israel. Científicos y militares estudian las causas’. Al principio no presté mucha atención, hasta que segundos más tarde vi a mi amigo en la pantalla que estaba siendo entrevistado.



Barcelona, noviembre del 2009

Sit tibi terra levis

El chico entra en la hospital sobre las siete y media. Circula un largo rato por anchos pasillos de luz azulosa hasta dar con el ala de medicina interna en la planta diecisiete. En un pequeño mostrador de fórmica blanca, dos enfermeras vestidas de verde, haciendo un gesto con la cabeza para indicar la dirección, le dan el número de habitación. El corredor es largo, muy largo; parece inacabable. A cada lado, una frente a otra, se distribuyen uniformemente las habitaciones. Al pasar ve algunas puertas abiertas de par en par. La mirada sólo le alcanza a divisar la parte inferior de las camas. Dentro, cubiertos de blanco y apuntando al techo, puede distinguir los pies de los enfermos. Algunos de ellos tienen visitas aglutinadas alrededor de la cama. Le llaman la atención tres mujeres mayores vestidas de negro. Una de ellas teje de un ovillo de lana negra matando el tiempo como si estuviese en su casa.

Cuando entra a la pieza mil sesenta y tres están los dos sentados frente al enfermo, a ambos lados de la cama, como tantas otras veces. Después de guardar silencio durante un par de horas en las que, minuto a minuto, han ido escudriñando cada rincón de la habitación con la mirada, hermano y hermana se despiertan del letargo y dan la bienvenida al visitante.
– ¿Que tal estás? – dice el padre.
– Bien, ¿y el abuelo? – contesta el hijo.
– Tirando.
– ¿Cómo ha ido todo?, ¿está consciente? – pregunta el hijo.
– Lo operaron a las doce y justo acaban de traerlo de reanimación. – contesta el padre – Ahora empieza a despertar de la anestesia; le cuesta entender lo que le dices. Está desubicado; no sabe si está en casa o en el hospital.
– ¿Qué ha dicho el médico? – pregunta el hijo.
– Que si se recupera de ésta, se centrarán en lo demás. La operación fue bien a pesar de los riesgos que ya sabíamos. De todas formas no nos quiere dar ninguna garantía.
– Si mejora, a su edad, todavía puede hacer una buena campaña. – dice la tía – ¡Pensad que tiene ochenta y cinco años! – advierte como si ninguno de los presentes supiese la edad del enfermo.
– Os veo muy chafados. Os tenéis que animar. Ya veréis cómo entre todos, al final saldremos de ésta. ¡Qué la operación haya ido bien ya es mucho! – dice el hijo mientras se acerca a dar un beso a su abuelo que yace semiconsciente debajo las sábanas.
– ¡Qué bochorno! – se queja el padre sin hacer caso a su hijo – En los hospitales siempre hace un calor que no te deja respirar. Te seca la nariz y la garganta.
– Llevamos mucho tiempo con lo mismo. – responde su tía.
Apoyándose en los brazos de la silla se pone en pie. En el silencio de la habitación se escucha el crujir de las rodillas. Lanzando un quejido seco se acerca a la ventana y se queda observando el paisaje detenidamente. La habitación ofrece una vista magnífica del litoral.
– Hace días que quiere llover pero parece que no se atreva. – dice sin separar la mirada del cielo gris. La frase parece quedar suspendida en el aire y al poco tiempo continúa – Esta mañana vino Dolores a la tienda. Me ha dicho que a su madre hace cosa de un año, la operaron de lo mismo que a papá. Dice que ya hace una vida de lo más normal. Estuvo seis meses mal pero al año se rehizo y ahora está la mar de bien.
¿Quizás pase lo mismo con papá?
– Seguro que sí. – responde el sobrino intentando aliviar la pesadez del ambiente.
– ¿Y tenía exactamente lo mismo que él? – pregunta el padre – Con lo mayor que es… La última vez que me topé con ella, hará cosa de dos años, la encontré muy desmejorada.
– Lo mismo, sólo que según me dijo, se manifestó de forma menos agresiva. Por lo que Dolores me contó, debe haber dado un buen cambio. – responde ella.
– ¿No era a Sants a quién también operaron de lo mismo? – pregunta el hijo.
– Sí, pero era mucho más joven que el abuelo cuando se lo hicieron. Él es muy mayor para estos trotes. – dice la tía.
– Todo es cuestión de suerte y Sants la tuvo. – sigue el padre pisando la conversación de su hermana – Sino acuérdate de Anglada, el hijo de Martita. Trabajó quince años con papá y con sólo cuarenta y cinco lo tuvieron que enterrar. No pudieron hacer nada. El pobre hombre…
– Sí, es cierto; y en mejores manos no pudo estar. – continúa la hermana – Nunca le faltó de nada; en su casa están llenos de duros. Y no te creas, se los gastaron sin pensárselo dos veces. Hicieron todo lo que pudieron pero bueno…

Cuando acaba de hablar, se forma un silencio sólo agrietado por el zumbido de las máquinas. Con aire triste, el chico emite un suspiro de lamento y se levanta. Dando pasos lentos, empieza a vagar por la habitación. Se desplaza hasta el baño quedándose en él unos minutos para inspeccionarlo con curiosidad.
La ducha tiene dos grandes puertas de cristal que se abren hacia los lados. Será para poder entrar en silla de ruedas, piensa. En el interior, como en las residencias de ancianos, hay un asiento plegable para poder lavarse sentado. De los costados sobresalen dos agarraderas cromadas bastante gruesas y, colgando a la altura de la mano, cae un cordel del techo con un timbre de alarma. La taza del váter, al igual que en los hoteles, está precintada con una tira de plástico portando el nombre del hospital en letras mayúsculas a modo de cenefa. Las toallas, formando una montañita encima de una repisa, están todas limpias y sin usar. Se fija en una esponja fina y cuadrada de color verde claro que le recuerda a un estropajo. Contiene jabón al humedecer, lee en la etiqueta del precinto.
Después de unos minutos sale y se queda de pie contra la puerta del armario. De repente la habitación ha encogido en el mutismo. Quizá sea porque la falta de conversación al lado de un enfermo avista sequía de esperanza. De fondo se escuchan los televisores de las otras habitaciones y los pocos coches que de tanto en tanto, circulan a toda pastilla por la avenida de seis carriles delante del hospital.
– Veremos que dice el medico mañana por la mañana. – dice el hijo para reemprender la conversación.
– Veremos. – dice el padre.
– Veremos. – dice la hermana. – Si tiene suerte, todavía puede pasar una buena temporada.
– Ganas no le faltan: el otro día me decía que cuando esté bien, quiere ir a comer al Central. Le encanta cómo cocinan. Dice que el arroz negro no hay nadie que lo sepa hacer tan bien. – dice el padre.
– Ya verás como se recuperará. Dicen que las ganas de vivir de la persona ayudan a vencer la enfermedad. – añade el hijo.
– Sí, y él no es de los que tira la toalla fácilmente. – contesta el padre.
– Sí, lo leí hace poco en una revista de salud. – dice la hermana.
– ¡Uff, con el mal humor que tiene, desertar es lo último que hará! – dice el padre.
– El pobre…, se pasa el día dando órdenes: que si déjame el agua aquí, que si ponme la sábana para acá, que si a la hora de cenar pide que me cambien el yogurt…– dice ella.
– No se le olvida de nada; sabe mejor que yo en que día estamos. – dice el padre.
– ¡Ui, la cabeza la tiene bien lúcida! Es todo un caso. – contesta el hijo.
– Se frustra porque no puede valerse por si mismo. Siempre ha sido muy independiente y nunca le ha gustado que le hagan las cosas. – dice la hermana.
– Sí, ¿te acuerdas lo que nos costó que contratase a María para que se encargase de la casa? – dice el padre.
– Caray si me acuerdo… – dice la hermana.

Al cabo de un rato se alargan los silencios, la conversación mengua y perece de forma natural. Se quedan los tres sentados en silencio. El padre mira por la ventana, la hermana hojea el suplemento del diario. El hijo, sentado en una butaca de sky reclinable, escucha el lento respirar del abuelo. Con los brazos enmagrecidos encima del embozo, su escuálido pecho se hincha y se deshincha con esfuerzo. La mascarilla de oxígeno que le tapa la boca hace que respirar parezca más difícil. El arsenal de tubos y máquinas produce un sin fin de ruidos y pitidos agobiantes. Mirando el gota a gota le entra un sopor inaguantable que finalmente le vence quedándose dormido.
Cuando abre los ojos, se da cuenta de que todos se han dormido. No obstante, sólo tres se han despertado.


Barcelona, septiembre del 2009