jueves, 18 de marzo de 2010

Matador

El pasado domingo trabajaba en darle sentido a la difícil tesis que últimamente me quita el sueño cuando, enfrascado entre papeles, sonó el interfono en el pasillo. De forma nerviosa, una sucesión de timbrazos histéricos me desconcentraron de mis lecturas poniéndome de mal humor. «¿Ahora quién vendrá a tocarme las narices?», dije al espejo de la entrada, de camino hacia la puerta. No esperaba a nadie aquella tarde y nada suele ocurrir en un pequeño pueblo a las afueras de Londres.
– ¿Pero tú qué haces aquí? – pregunté a Pau con sorpresa cuando le vi aparecer en el rellano por el codo de la escalera –. Pensaba que andabas preparando la exposición…
– Siento presentarme así, de sopetón. ¿Tienes un minuto? – dijo sin aliento después de subir precipitadamente los tres pisos.
Sin poder prever qué se traía entre manos dije: «Pasa, pasa; no te quedes ahí, ¿cómo estás?»
Entró al recibidor con unos pasos bruscos y desconcertados y, una vez dentro, se quedó plantado, mirando al suelo. Cogiéndose el mentón con el dedo índice y pulgar, me pareció que meditaba cómo presentar el tema que le traía de cabeza. El tiempo quedó suspendido en el aire hasta que, levantando la mirada para hablar, rompió el silencio.
– El mes que viene me suicido – dijo sin inmutarse –. Quiero saltar desde el último piso de la Tate Modern.
Dicho esto, se puso a recorrer la estancia con pasos rápidos y cortos, como si de un felino enjaulado se tratase. Advirtiéndome de que le había costado lo suyo tomar la decisión, y que por tanto ni se me ocurriese intentar sacarle la idea de la cabeza, me contó lo ocurrido aquella misma mañana. Se había reunido con su agente y la dueña de la galería de arte donde estaba programada su próxima exposición. Ambas le habían confesado la imposibilidad que su obra fuera el tema principal de la muestra, obligándole a compartir la sala con alguien de más caché. Traspasándome con la mirada, como si la culpa fuese mía, dijo: «Me prometieron que esta vez sería en solitario. ¿Qué quieren decir con alguien de más caché?», y con sorna, añadió una risa mordaz diciendo: «¡Jah, quién se creerán que soy!».
– Entiendo tu enfado, – le dije yo poniéndole la mano en el hombro – pero piensa que tomar decisiones en caliente, no es nunca buena idea.
– ¡Estoy harto; siempre me hacen lo mismo! ¿Cómo se supone que me debo abrir camino?
– Saltando al vacío quizá no sea la mejor manera – dije tratando de hacerle ver el disparate.
– Quieren a artistas con contactos; gente que se mueve en esferas donde yo no tengo acceso; salen de las escuelas más caras con un pan debajo del brazo – protestó subiendo las manos con indignación.
– Pero ya lo sabes, así son los agentes y el mundo del arte, desafortunadamente.
– Sí, ya, lo que tú quieras, pero a los cuarenta no se puede estar como estoy yo, sin comerse un rosco. Y ahora tengo un plan.

Como estaba claro que yo no iba a retomar mis lecturas, le hice pasar al comedor diciéndole que se acomodara en el sofá e intentase no pensar en el suicidio. «Total, ¿de qué te va a servir? – le dije a modo de reflexión». Sabiendo lo impulsivo que podía llegar a ser, quise apaciguar su tormentoso carácter dejando que se explayase y tratar de entenderle. Entonces, pieza por pieza, fue desgranando su laborioso plan. «Lo tengo todo pensado», dijo con un guiño y chasqueando la lengua. Debía crearse un aura de misterio, «todos los artistas lo hacen», dijo, y él no quería ser menos. Sin embargo, lo que en un buen principio juzgué como reaccionario, poco a poco fue tomando cuerpo. Según él, la mejor manera de conseguirlo era haciendo algo sin precedentes: ‘suicidarse por el arte’ lo llamó. «Será una muerte postmoderna», aseveró con la mirada perdida en el espacio.
– ¿Pero de que hablas? – exclamé sin querer comprender lo que decía cuando entendí la magnitud de la tragedia.
– ¡De que alguien valore mi obra; de hacerme visible! – dijo mirándome fijamente sin pestañear.
– ¿Y para eso has de morir?, pues estamos listos…
– Me temo que sí. A veces, hay que ser egoísta con un gesto sublime de altruismo. Pasar a la posteridad tiene un precio – dijo con la gravedad propia de Dalí.
– Muy alto, por lo que veo.
– Estoy dispuesto a todo. Lo que quede, y en lo que espero que mi obra se convierta, quiero que lo disfrutéis tú y Enriqueta: vuestros nombres estarán en mi testamento. Con eso puedes contar.

Nos quedamos charlando hasta las tantas; la noche se nos echó encima sin darnos cuenta. Explicándome un pasado manchado de fracasos y decepciones que desconocía, Pau se sinceró de un modo catártico. Culpaba a los grandes marchantes de arte, quienes, según él, manipulan a los artistas como quieren, convirtiéndolos en productos comerciales. «La tendencia comenzó con el consumo de masas, alrededor de los sesenta, – me aseguraba – y no ha parado de crecer». Y yo, mientras, me fui convenciendo de la destreza de su plan.
Así pues, cuando recapacité sobre las circunstancias, me ofrecí a echarle una mano para llevar a cabo el plan. Lo consideré un acto de heroísmo sin precedentes. Deduje que era razonable que desease quitarse la vida viendo la precariedad del panorama artístico, sin hacer falta mencionar el futuro prometedor – si todo salía como él quería – que nos esperaba a mí y a mi futura esposa.
Pero a pesar de tenerlo todo claro, todavía quedaba mucho por hacer. Organizar un evento de tales proporciones no fue tarea fácil. Convocar a la prensa, poner en antecedentes al mundo del arte y a las televisiones, son tareas que precisan de trabajo y mucha premeditación; no podían hacerse en un par de días. Despertar el morbo tiene un precio y requiere plena entrega.

Pasaron cuatro semanas en las que trabajamos sin descanso; llamadas de teléfono, entrevistas, redes sociales, frenar a los crédulos, convencer a los incrédulos etc. fueron labores extenuantes hasta el último domingo de mayo al mediodía: día del juicio final.
Eran las doce menos dos minutos y llovía sin parar. Llegamos a la Tate con ansias de ver el espectáculo que habíamos originado. Una barrera policial acordonaba la entrada que da al río, frente a la antigua fábrica, frenando a cientos de personas congregadas que gritaban sin motivo. Pau fue recibido con privilegio y distinción. La galería había puesto una alfombra roja que llegaba hasta los ascensores del vestíbulo.
– ¿Has visto que ya tienes fans? – le dije al ver a un grupo de jóvenes enarbolando un cartel en el que se leía ‘Just do it’.
– Se trata de ser el primero – dijo con convicción.
– Sí pero; ¿y la policía?, – dije sin haber caído antes en ello – ¿por qué no intenta detenerte?

Subimos en ascensor hasta la octava planta y, pasando por el bar, accedimos al tejado por una escalera de metal. La lluvia y el viento en diagonal nos sacudían zarandeándonos al caminar. Al asomarnos al muro de hormigón del cercado, vimos como una densa multitud se movía heterogéneamente. Envalentonado por los rugidos del público en la distancia, Pau subió al alzado y, sujetándose a mi hombro, me confesó no estar muy seguro de lo que iba a hacer. Su cara estaba inundada de pavor.
– ¡No tienes por qué saltar! – le dije mirando al abismo que se abría ante sus pies.
– Es ahora cuando me debo ganar la gloria, lo sé; pero no me veo capaz – dijo temblando, calado de lluvia fina que caía ininterrumpidamente.
Y fue dando un paso atrás, haciendo ademán de desistir, cuando el pie derecho le resbaló. Lo vi desaparecer en el vacío pero, en el último momento, con gran agilidad, se agarró de la manga de mi chaqueta, quedando suspendido encima del cemento. El peso de su cuerpo hizo que me abalanzase encima del cercado. Instintivamente lancé mi brazo derecho en su ayuda, que, con fuerza hercúlea, trataba de evitar el fatídico final. Pero, poco a poco, noté cómo mis pies se escurrían encima de las baldosas del tejado y, sin más: ¡zas!, nos precipitamos los dos hacia el asfalto.

Ahora, contándoos la historia desde el cielo, las cosas se ven distintas. Supongo que con más distancia. Pero sí os puedo decir que las ventajas de aquí arriba son sustanciales. Y por cierto, Enriqueta, allí abajo, vive como Dios.



Barcelona, diciembre del 2009

No hay comentarios:

Publicar un comentario