domingo, 24 de enero de 2010

Sit tibi terra levis

El chico entra en la hospital sobre las siete y media. Circula un largo rato por anchos pasillos de luz azulosa hasta dar con el ala de medicina interna en la planta diecisiete. En un pequeño mostrador de fórmica blanca, dos enfermeras vestidas de verde, haciendo un gesto con la cabeza para indicar la dirección, le dan el número de habitación. El corredor es largo, muy largo; parece inacabable. A cada lado, una frente a otra, se distribuyen uniformemente las habitaciones. Al pasar ve algunas puertas abiertas de par en par. La mirada sólo le alcanza a divisar la parte inferior de las camas. Dentro, cubiertos de blanco y apuntando al techo, puede distinguir los pies de los enfermos. Algunos de ellos tienen visitas aglutinadas alrededor de la cama. Le llaman la atención tres mujeres mayores vestidas de negro. Una de ellas teje de un ovillo de lana negra matando el tiempo como si estuviese en su casa.

Cuando entra a la pieza mil sesenta y tres están los dos sentados frente al enfermo, a ambos lados de la cama, como tantas otras veces. Después de guardar silencio durante un par de horas en las que, minuto a minuto, han ido escudriñando cada rincón de la habitación con la mirada, hermano y hermana se despiertan del letargo y dan la bienvenida al visitante.
– ¿Que tal estás? – dice el padre.
– Bien, ¿y el abuelo? – contesta el hijo.
– Tirando.
– ¿Cómo ha ido todo?, ¿está consciente? – pregunta el hijo.
– Lo operaron a las doce y justo acaban de traerlo de reanimación. – contesta el padre – Ahora empieza a despertar de la anestesia; le cuesta entender lo que le dices. Está desubicado; no sabe si está en casa o en el hospital.
– ¿Qué ha dicho el médico? – pregunta el hijo.
– Que si se recupera de ésta, se centrarán en lo demás. La operación fue bien a pesar de los riesgos que ya sabíamos. De todas formas no nos quiere dar ninguna garantía.
– Si mejora, a su edad, todavía puede hacer una buena campaña. – dice la tía – ¡Pensad que tiene ochenta y cinco años! – advierte como si ninguno de los presentes supiese la edad del enfermo.
– Os veo muy chafados. Os tenéis que animar. Ya veréis cómo entre todos, al final saldremos de ésta. ¡Qué la operación haya ido bien ya es mucho! – dice el hijo mientras se acerca a dar un beso a su abuelo que yace semiconsciente debajo las sábanas.
– ¡Qué bochorno! – se queja el padre sin hacer caso a su hijo – En los hospitales siempre hace un calor que no te deja respirar. Te seca la nariz y la garganta.
– Llevamos mucho tiempo con lo mismo. – responde su tía.
Apoyándose en los brazos de la silla se pone en pie. En el silencio de la habitación se escucha el crujir de las rodillas. Lanzando un quejido seco se acerca a la ventana y se queda observando el paisaje detenidamente. La habitación ofrece una vista magnífica del litoral.
– Hace días que quiere llover pero parece que no se atreva. – dice sin separar la mirada del cielo gris. La frase parece quedar suspendida en el aire y al poco tiempo continúa – Esta mañana vino Dolores a la tienda. Me ha dicho que a su madre hace cosa de un año, la operaron de lo mismo que a papá. Dice que ya hace una vida de lo más normal. Estuvo seis meses mal pero al año se rehizo y ahora está la mar de bien.
¿Quizás pase lo mismo con papá?
– Seguro que sí. – responde el sobrino intentando aliviar la pesadez del ambiente.
– ¿Y tenía exactamente lo mismo que él? – pregunta el padre – Con lo mayor que es… La última vez que me topé con ella, hará cosa de dos años, la encontré muy desmejorada.
– Lo mismo, sólo que según me dijo, se manifestó de forma menos agresiva. Por lo que Dolores me contó, debe haber dado un buen cambio. – responde ella.
– ¿No era a Sants a quién también operaron de lo mismo? – pregunta el hijo.
– Sí, pero era mucho más joven que el abuelo cuando se lo hicieron. Él es muy mayor para estos trotes. – dice la tía.
– Todo es cuestión de suerte y Sants la tuvo. – sigue el padre pisando la conversación de su hermana – Sino acuérdate de Anglada, el hijo de Martita. Trabajó quince años con papá y con sólo cuarenta y cinco lo tuvieron que enterrar. No pudieron hacer nada. El pobre hombre…
– Sí, es cierto; y en mejores manos no pudo estar. – continúa la hermana – Nunca le faltó de nada; en su casa están llenos de duros. Y no te creas, se los gastaron sin pensárselo dos veces. Hicieron todo lo que pudieron pero bueno…

Cuando acaba de hablar, se forma un silencio sólo agrietado por el zumbido de las máquinas. Con aire triste, el chico emite un suspiro de lamento y se levanta. Dando pasos lentos, empieza a vagar por la habitación. Se desplaza hasta el baño quedándose en él unos minutos para inspeccionarlo con curiosidad.
La ducha tiene dos grandes puertas de cristal que se abren hacia los lados. Será para poder entrar en silla de ruedas, piensa. En el interior, como en las residencias de ancianos, hay un asiento plegable para poder lavarse sentado. De los costados sobresalen dos agarraderas cromadas bastante gruesas y, colgando a la altura de la mano, cae un cordel del techo con un timbre de alarma. La taza del váter, al igual que en los hoteles, está precintada con una tira de plástico portando el nombre del hospital en letras mayúsculas a modo de cenefa. Las toallas, formando una montañita encima de una repisa, están todas limpias y sin usar. Se fija en una esponja fina y cuadrada de color verde claro que le recuerda a un estropajo. Contiene jabón al humedecer, lee en la etiqueta del precinto.
Después de unos minutos sale y se queda de pie contra la puerta del armario. De repente la habitación ha encogido en el mutismo. Quizá sea porque la falta de conversación al lado de un enfermo avista sequía de esperanza. De fondo se escuchan los televisores de las otras habitaciones y los pocos coches que de tanto en tanto, circulan a toda pastilla por la avenida de seis carriles delante del hospital.
– Veremos que dice el medico mañana por la mañana. – dice el hijo para reemprender la conversación.
– Veremos. – dice el padre.
– Veremos. – dice la hermana. – Si tiene suerte, todavía puede pasar una buena temporada.
– Ganas no le faltan: el otro día me decía que cuando esté bien, quiere ir a comer al Central. Le encanta cómo cocinan. Dice que el arroz negro no hay nadie que lo sepa hacer tan bien. – dice el padre.
– Ya verás como se recuperará. Dicen que las ganas de vivir de la persona ayudan a vencer la enfermedad. – añade el hijo.
– Sí, y él no es de los que tira la toalla fácilmente. – contesta el padre.
– Sí, lo leí hace poco en una revista de salud. – dice la hermana.
– ¡Uff, con el mal humor que tiene, desertar es lo último que hará! – dice el padre.
– El pobre…, se pasa el día dando órdenes: que si déjame el agua aquí, que si ponme la sábana para acá, que si a la hora de cenar pide que me cambien el yogurt…– dice ella.
– No se le olvida de nada; sabe mejor que yo en que día estamos. – dice el padre.
– ¡Ui, la cabeza la tiene bien lúcida! Es todo un caso. – contesta el hijo.
– Se frustra porque no puede valerse por si mismo. Siempre ha sido muy independiente y nunca le ha gustado que le hagan las cosas. – dice la hermana.
– Sí, ¿te acuerdas lo que nos costó que contratase a María para que se encargase de la casa? – dice el padre.
– Caray si me acuerdo… – dice la hermana.

Al cabo de un rato se alargan los silencios, la conversación mengua y perece de forma natural. Se quedan los tres sentados en silencio. El padre mira por la ventana, la hermana hojea el suplemento del diario. El hijo, sentado en una butaca de sky reclinable, escucha el lento respirar del abuelo. Con los brazos enmagrecidos encima del embozo, su escuálido pecho se hincha y se deshincha con esfuerzo. La mascarilla de oxígeno que le tapa la boca hace que respirar parezca más difícil. El arsenal de tubos y máquinas produce un sin fin de ruidos y pitidos agobiantes. Mirando el gota a gota le entra un sopor inaguantable que finalmente le vence quedándose dormido.
Cuando abre los ojos, se da cuenta de que todos se han dormido. No obstante, sólo tres se han despertado.


Barcelona, septiembre del 2009

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